viernes, 2 de agosto de 2019

Una habitación en el Babtiste


Le introdujo el dedo en el ano. Masajeó las paredes del conducto humedeciéndolas con su saliva. Cuando finalmente lo sacó, ellos aún estaban besándose. La otra mano repetía la misma secuencia de un masaje, acariciando la bajada y la subida de la piel que se encontraba entre la pelvis y la última costilla, contando desde arriba.

Acabaron de rozar sus labios. Se miraron fijamente, respirando desentonadamente. Antonine elevó su mano derecha. Reveló un único dedo que Clarish reconoció. Con la otra mano, tendió el pulgar sobre su labio inferior, intentando que abriera la boca. La dama vio al dedo acercarse hacia su orificio. Detectó las intenciones del que, por aquel entonces, era otra de sus conquistas nocturnas. Suavemente, Clarish detuvo su mano, agarrándole por la muñeca. Sin variar esta posición, ambos se quedaron inmóviles y en silencio.

(En la radio se escuchaba “La Boheme”)

Ella le acarició, desde la oreja hasta la barbilla con los dedos volteados, se detuvo. Dejó de mirar aquel recorrido. Poco a poco, fue subiendo la mirada, meditando en sus labios, después en su bigote. Más arriba su nariz, hasta que su mirada se dividió, deteniéndose en sus ojos afectados por una heterocromía que, por lo que le contó de camino al Hotel Babtiste, detestaba. Ella le miró en aquel instante y recitó un poema: “Y, sin embargo, sé que te quejas, porque tus ojos, crees que te afean; pues no lo creas” *.

Clarish se levantó de la cama. Antoine se tumbó boca arriba, con las manos sobre la barriga, admirando fijamente el color crema del techo de la habitación. Clarish, que se encontraba al otro lado de la sala, separó las cortinas y abrió la ventana. Se acercó al tocador, cogió una cajita de latón. En la tapa se apreciaba el dibujo de un hombre con patillas, sentado en un muelle fumando de una pipa.

Volvió a la ventana. Dejó la caja en el alfeizar, la abrió, y sin prisas, sacó un cigarrillo sin terminar y un mechero.

El olor a tabaco quemado que emanaba del recipiente se extendió por toda la habitación gracias a la brisa que entraba. Ya con el cigarro encendido, Clarish adoptó una postura sensual que hizo que Antoine rechazara el tono pastel que tanto le relajaba. La miraba como solo se puede mirar a una mujer desnuda en una ventana: con los ojos entreabiertos y una sonrisa de infante enamorado. Ambos estaban desnudos y en silencio.

(La canción había terminado y una voz eléctrica y antigua comenzó a dar el parte meteorológico, eran las seis de la mañana)

Él se reincorporó y apagó la radio.


Nota del autor: se recomienda leer el relato acompañado de esta canción.

(*) Gustavo Adolfo Bécquer, Rimas

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