Le introdujo el dedo en el ano.
Masajeó las paredes del conducto humedeciéndolas con su saliva. Cuando
finalmente lo sacó, ellos aún estaban besándose. La otra mano repetía la misma
secuencia de un masaje, acariciando la bajada y la subida de la piel que se
encontraba entre la pelvis y la última costilla, contando desde arriba.
Acabaron de rozar sus labios. Se
miraron fijamente, respirando desentonadamente. Antonine elevó su mano derecha.
Reveló un único dedo que Clarish reconoció. Con la otra mano, tendió el pulgar
sobre su labio inferior, intentando que abriera la boca. La dama vio al dedo
acercarse hacia su orificio. Detectó las intenciones del que, por aquel
entonces, era otra de sus conquistas nocturnas. Suavemente, Clarish detuvo su
mano, agarrándole por la muñeca. Sin variar esta posición, ambos se quedaron
inmóviles y en silencio.
(En la radio se escuchaba “La
Boheme”)
Ella le acarició, desde la oreja
hasta la barbilla con los dedos volteados, se detuvo. Dejó de mirar aquel
recorrido. Poco a poco, fue subiendo la mirada, meditando en sus labios,
después en su bigote. Más arriba su nariz, hasta que su mirada se dividió,
deteniéndose en sus ojos afectados por una heterocromía que, por lo que le
contó de camino al Hotel Babtiste, detestaba. Ella le miró en aquel instante y
recitó un poema: “Y, sin embargo, sé que te quejas, porque tus ojos, crees que
te afean; pues no lo creas” *.
Clarish se levantó de la cama.
Antoine se tumbó boca arriba, con las manos sobre la barriga, admirando
fijamente el color crema del techo de la habitación. Clarish, que se encontraba
al otro lado de la sala, separó las cortinas y abrió la ventana. Se acercó al
tocador, cogió una cajita de latón. En la tapa se apreciaba el dibujo de un
hombre con patillas, sentado en un muelle fumando de una pipa.
Volvió a la ventana. Dejó la caja
en el alfeizar, la abrió, y sin prisas, sacó un cigarrillo sin terminar y un
mechero.
El olor a tabaco quemado que
emanaba del recipiente se extendió por toda la habitación gracias a la brisa
que entraba. Ya con el cigarro encendido, Clarish adoptó una postura sensual
que hizo que Antoine rechazara el tono pastel que tanto le relajaba. La miraba
como solo se puede mirar a una mujer desnuda en una ventana: con los ojos
entreabiertos y una sonrisa de infante enamorado. Ambos estaban desnudos y en
silencio.
(La canción había terminado y una
voz eléctrica y antigua comenzó a dar el parte meteorológico, eran las seis de
la mañana)
Él se reincorporó y apagó la
radio.
(*) Gustavo Adolfo Bécquer, Rimas
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