En una carretera, donde a todos
lados donde miraras, se extendía un amplio y árido desierto. Al borde de la
carretera, pisando la línea blanca que separaba aquel paraje de ésta, se
encontraba un autoestopista. Llevaba días caminando por el asfaltado camino,
tan solo y tan aburrido que su único pasatiempo era contar los pequeños
guijarros sueltos que formaban la vía. –“4.565.732 guijarros, 4,565.733
guijarros”- repetía esa infinita secuencia de números en su cansada cabeza.
También llevaba varios días sin dormir. Sus labios, agrietados por el sofocante
calor y la deshidratación. A su espalda cargaba un macuto que abultaba un poco.
Lo tenía colgado por el asa en el hombro y cada x tiempo se lo cambiaba de
lado. En sus pies se escurrían unos zapatos de tela desgastados al igual que su
pantalón
.
Ya, en un estado de inconsciente
locura, el autoestopista realizó un movimiento espontáneo. Estiró su brazo
hacia la carretera, cerró el puño y levantó el dedo pulgar haciendo la señal de
que deseaba que alguien se apiadara de él y se ofreciera a llevarlo. - “¡Vaya
pérdida de energía y de tiempo!”- pensó, - “¡En ningún momento he visto en esta
carretera ningún vehículo!”- Tras haber acabado de divagar consigo mismo,
escuchó un motor acercándose. Escuchaba unas ruedas haciendo crujir los
guijarros que seguramente ya había contado, y el murmullo que se iba ampliando
de una canción en la radio.
Se giró vertiginosamente cansado,
y vio cómo se acercaba un auto. Se dio cuenta que en la capota había un pequeño
saliente, un cartel, ponía: “Taxi” o “Taxy”.
Acto seguido agitó sus brazos y
volvió a levantar el pulgar. La gran nube de polvo y arena que desprendía tras
de sí el auto fue desvaneciéndose hasta estacionarse al lado del autoestopista.
–“¿Le llevo?”- preguntó el taxista, un hombre anciano con patillas canosas al
igual que sus pocos pelos en la cocorota. Unos ojos marrón oscuro y una piel
teñida por el sol. El autoestopista abrió la puerta y se sentó junto a la
ventana de la misma puerta por la que había entrado. El anciano retocó la
dirección del espejo retrovisor hacia el rostro de su pasajero. –“¿A dónde le
llevo?”-. El autoestopista abrió la boca y sacó su lenga la cual hacía
acariciar contra sus labios. Después, sumergió ambos en el interior de su boca
e inquirió. - “¿Tiene un mapa?”-.
El anciano destapó un
compartimento en el asiento vecino e indagó. Sacó un mapa doblado y se lo
entregó. El pasajero lo descubrió, y tras varios segundos de concentrada
meditación y ubicación, señaló con su dedo el lugar al que deseaba ir. El
taxista sorprendido exclamó, - “¿Aquí?”, “¿Tan lejos?” -. –“Si, aquí, tan
lejos”-. –“Pues en marcha”- dijo el conductor. Dejó de pisar el freno y
aceleró, volviendo a crear la gran nube de humo, polvo y arena.
Varias horas después, seguían
recorriendo aquel desierto que no parecía tener fin. No habían compartido más
palabras después de las ya mencionadas. El calor y el silencio creaban una
atmósfera cansada y resonante.
- “¿A qué se debe el ir a un
lugar tan lejano?”- preguntó el taxista. –“¿Familia?, ¿compromiso?, ¿amor?, ¿El
que?”-. Pasaron unos segundos hasta que el inquilino respondió. –“No sé. Solo
quiero ir allí”-. - “Que extraño personaje, y más aún, que extraña respuesta”-
dijo a sus adentros el propietario de vehículo. - “¿Qué querrá hacer allí”? -
se preguntaba infinitud de veces. Pero recordaba que esa pregunta se la hacía
cada vez que tenía un pasajero nuevo. Miró de nuevo por el espejo retrovisor,
vio como el hombre miraba por la ventana. El movimiento del auto y los baches
hacían que su cabeza tambaleara, y notó cómo en su rostro se veía la imagen de
alguien que no se alimentaba bien o no había comido en días. –“Un poco más
adelante hay una gasolinera, tengo que pasarme a rellenar el depósito. Justo al
lado hay una cafetería que frecuento, comeremos algo, estoy hambriento. ¿Usted
no?
El pasajero miró a los ojos del
conductor por el único hilo de contacto visual que tenían, el espejo
retrovisor. –“La verdad es que si, y bastante, a decir verdad. Me encantaría
poder saborear un arroz a la cubana, como el que preparaba mi madre en casa
cuando no había otra cosa que llevarse a la boca”-. - “¡Jodeee¡, ya me ha
abierto el apetito”- dijo sonriendo el taxista, - “En media hora llegamos”-.
Parece ser que el autoestopista había removido dentro de sí. Aquel recuerdo de
su madre en la cocina hirviendo el arroz y friendo las salchichas dio paso a
una conversación positivamente melancólica entre él y el taxista.
- “Recuerdo que cuando estaba en
la universidad mis padres me enviaban todos los meses 400 euros para comprar
comida y demás necesidades. Yo, ingenuo de mí, me los gastaba en la primera
semana en irme de fiesta con mis compañeros y compañeras de clase. Eso sí, las
tres semanas siguientes me compraba 7 bolsas de arroz y 28 packs de salchichas
para subsistir en lo que quedaba de mes”- pausó para reírse, el taxista también
respondió exhalando carcajadas mientras golpeaba con la palma de la mano el
volante. –“¡Que buena historia!”- exclamó éste. Las risas y las sonrisas poco a
poco fueron mitigándose, hasta que, llegado el momento, se desvanecieron por
completo, volviendo al silencio inicial que antes poblaba el auto. El vehículo
recobró esa gran capa de incomodidad que asfixiaba a los dos personajes,
haciendo que estos dieran grandes bocanadas de aire que expulsaban lenta y
sonoramente.
Ya se veía en el blanco del
horizonte una estructura, que era la gasolinera a la que se dirigían
primeramente antes de su parada final. El anciano se reincorporó en el asiento,
volteó la cabeza, mirando al pasajero, - “Ya hemos llegado”-.
Al bajarse los dos del roñoso y sucio taxi se
estiraron. Crujieron los huesos de manos, espalda, cuello, brazos y muñecas.
–“Tengo que rellenar mi maquinita”- dijo el taxista, - “Si quiere, puede
esperarme dentro de la cafetería. Vaya pidiendo, no se preocupe por mi”-. El
autoestopista le levantó el pulgar en seña de estar de acuerdo. Sacó su mochila
que había estado junto a él durante todo el viaje, y como si fuera un maletín,
lo sostuvo con su mano. El sol le daba en la cara y cerró un poco los ojos
dejándolos entreabiertos, y se detuvo a contemplar la gasolinera.
Ésta, ya tenía sus años, los
colores de las columnas estaban deteriorados. El rojo ya apenas se distinguía y
el verde…bueno, ya no era verde. El inmenso toldo de aluminio que aquellas
edificaciones sostenían creaba una gran sombra que servía de refugio del sol a
todo aquel que necesitara algo de piedad por parte del clima. El hombre dirigió
la mirada hacia el taxista, viéndole hablar con otro anciano mucho más delgado
que él. Éste llevaba un mono vaquero con descosidos, parches y lleno de
nubecillas de tierra y manchas de gasolina. Apoyados estaban estos dos en los
expendedores de gasolina que, también el tiempo había hecho mella en aquellas
máquinas de largos tubos y sonidos achatarrados.
Cansado de contemplar aquella
escena, aquel individuo se llevó la mano a la frente con intención de quitarse
el sudor, acto seguido se acercó a una pequeña escalera que daba a la cafetería.
Al abrir la puerta, un chorro de aire fresco producido por el aire
acondicionado le reconfortó. A continuación, se sentó en una de las mesas que
daban a la ventana. Mientras esperaba a que le atendieran, miró durante largo
rato su macuto que había situado junto a él. Abandonó sus pensamientos cuando
una amable voz le preguntó, - “Oye cariño, ¿te tomo nota?”- dijo la camarera.
Una señorita que rondaba los treinta y pocos de edad. Con el pelo color café
con leche, recogido en un moño sujetado a su vez con un lápiz azul. Rasgos
faciales originarios de esa tierra tan lejana y mística que es Asia, y un
exceso de colorete en sus mejillas. –“Si, por favor, ¿me podría traer una gran
jarra de agua con hielo?”- Recalcó lo de “grande” con las dos manos abiertas de
par en par. –“Claro ricura”- respondió ésta apuntando el pedido en la libreta.
A continuación, entró el taxista en el lugar. –“¡Hola Shien Su!”- le dijo a la
camarera. –“¡Vejestorio, te he dicho que me llames por mi nombre artístico!”-
le respondió ella sumida en su ensueño del ego. –“¿Por qué?, si tienes un
nombre precioso, mi vida”- alegó el anciano. Evitando el tema, la camarera le
preguntó si quería tomar “lo de siempre”. El taxista moviéndose hacia la mesa
en la que se hallaba el autoestopista, que había estado observando toda aquella
escena, le dijo que sí. Éste se sentó en frente de su pasajero y se recostó
sobre el alargado asiento color rojo mate, cuya tela estaba pegajosa por el calor
que golpeaba y entraba, sin hacer ruido, por la ventana. Cuando acabó de
amoldar el cuerpo sobre el relleno, le preguntó al autoestopista. –“¿Todavía
tienes ganas de comerte ese arroz a la cubana?”- a lo que respondió con una
sonrisa mientras se llevaba la mano hacia el estómago. –“Si, mis tripas casi se
están cerrando”-, - “Pues no se hable más” añadió”-, y los dos entraron de
nuevo en el largo silencio al cual ya estaban acostumbrados ambos. –“No eres
muy hablador, ¿Ehh?”- dijo el taxista. El hombre respondió. –“Limítese a hacer
su trabajo. Yo no le pregunto por qué conduce un descuidado taxi por una
carretera en la que no hay ningún alma”- Rio el anciano después de oír aquella
respuesta tan seria. –“Lo sé, lo sé”- repitió alzando la mano, moviéndola hacia
delante y hacia atrás con intención de calmarle. –“Pero es mi trabajo y me da
lo justo para vivir cómodamente. No soy hombre de estudios, pero me conformo
con lo que me he podido labrar. Tiene razón cuando dice que no recojo a muchos
pasajeros, esto no es la gran ciudad, pero ¿Acaso el deber de un taxista no es
solo llevar a su pasajero de un punto inicial a su destino, sino también hacer
que éste se sienta cómodo en el trayecto?”- concluyó.
El autoestopista sintió vergüenza,
no podía rebatir los argumentos de su contrincante, o no se le ocurría ninguno.
Agachó la cabeza y respondió. –“Discúlpeme, he estado caminando solo por esta
maldita carretera durante tanto tiempo que he olvidado cómo empatizar con la
gente, y me atrevo a más, como la gente simpatiza conmigo”-. –“Bueno todo
vol…”-. El anciano calló, la camarera se presentó con una escalofriante sonrisa
y una gran jarra de agua con hielo. En la mano izquierda traía “lo de siempre”
para el taxista. –“Aquí tenéis muchachos”- dijo –“¿Vas a pedir algo más
cielo?”- El autoestopista tuvo que hacer esperar a la camarera durante unos
segundos, ya que se había abalanzado sobre la jarra de agua, estaba sediento.
Al acabar se pasó el lomo de la mano por la boca con intención de secarla y
cortésmente le respondió a su pregunta. –“¿Me puede traer un plato de arroz a
la cubana?”-. –“Marchando”- alegó la dama asiática. Mientras estos dos
hablaban, el taxista ya había empezado a devorar su plato. El pasajero se quedó
callado, mirándole, con una envidia y un hambre sobrehumanos. Era un plato
simple: huevos revueltos con judías en salsa, - “No sé cómo se puede comer eso
con el calor que hace”- pensó. Justo al lado del plato había un vaso de
ginebra, el autoestopista rio. Cuando el anciano notó sus carcajadas se detuvo,
y con la mezcla del huevo y las judías en la boca preguntó. –“¿Qué es lo que te
hace tanta gracia?”- a lo que su compañero de viaje respondió calmando su risa.
–“Me sorprende que con el calor que hace, su vaso no haya creado una llamarada
que le quemara las cejas”- y siguió riendo. El taxista, masticó su comida
dejando el tenedor sobre el plato. Aun teniendo la comida en la boca se llevó
la servilleta a los labios y mientras se limpiaba, tragó. Cruzó los brazos y se
apoyó con éstos en la mesa, inclinando la cabeza con signos de ofensa y
molestia. El autoestopista al percatarse de su mirada amenazadora se llevó el
puño ante su mandíbula e hizo un ruido con la garganta. Paró de reír y miró al
anciano. Justo cuando el autoestopista fue a disculparse el taxista comenzó a
reír y a reír como si no hubiera un mañana. Exclamaba: - “¡Usted vale para la
comedia!”- Las risas del taxista eran contagiosas y no tardaron en hacer efecto
en su pasajero, a la camarera, al cocinero, y cuando todos estos paraban para
coger aliento, se escuchaba un leve siseo grupal. Seguramente las cucarachas
que habitaban bajo la cafetería también fueron fumigadas con la gaseosa risa
del anciano. Sin duda era un hombre optimista y risueño.
Cuando ya todo se calmó, el
taxista se secó las lágrimas producidas por la risa y le preguntó al
autoestopista. –“¿Acaso nunca se separa de ese macuto?”- El anciano había hecho
mella en el corazoncito del hombre, hizo que se liberara de la soledad y le
respondió. –“Verá. Hubo una época en la que llevaba maletines y grandes maletas
a todos lados, pero cuando comencé este viaje averigüé que todo lo que
necesitaba cabría dentro de ella”-. En el instante, éste le dio unas palmaditas
a la bolsa con nostalgia y bonanza.
De repente, la camarera volvió
con un caminar de pasarela, meneando las caderas con exageración y, cómo no,
con esa sonrisa que, hasta para el pobre anciano, invocaba un deseo de salir
corriendo de la cafetería, ponerse en medio de la carretera y mirar el sol
fijamente hasta que sus corneas se quemaran.
- “Aquí tienes precioso, un arroz
a la cubana. No hemos escatimado en la ración”- guiñó el ojo. El autoestopista
empatizó con ella con ese simple gesto. Ya aquella sonrisa no le producía
escalofríos, bueno…puede que un poco. Pero ya no la volvería a mirar de la
misma manera.
Pasaron unos 20 minutos después
de aquella reflexión. El autoestopista, hambriento, disfrutó lentamente del
plato que le había traído la camarera. Cada cuán tiempo, se bebía un vaso
entero de agua y lo rellenaba nada más acabársele. El anciano, recostado en la
esquina de su asiento, apoyó la cabeza en el cálido cristal de la ventana.
Mientras miraba con una leve, levísima y oculta sonrisa a su compañero. Éste no
se dio cuenta en ningún momento de que le estaban observando. Tal era la calma
que disfrutaba el anciano que de pronto, sin darse cuenta, cerró los ojos y se
quedó dormido. El hombre no se percató de la cabezada del taxista hasta que
aquel empezó a roncar, gruñendo con sus fosas nasales. Ya se había acabado el
plato. Se quedó buen rato mirando al anciano. De pronto, el anciano dio tal
ronquido que se despertó así mismo. El hombre le seguía mirando empáticamente.
De fondo sonaba en la radio una vieja canción de jazz. –“Qué curioso”- dijo el
anciano mientras metía los dedos en el vaso de agua y se quitaba las legañas de
sus ojos. – “¿El qué?”- preguntó el autoestopista. El anciano se reincorporó, -
“Verá”- cogió el vaso de ginebra y le dio un trago. –“Antes de recogerle en la
carretera estaba escuchando la misma canción en mi auto”-. – “Que coincidencia.
Me gusta, ¿Sabe cómo se llama?”-. –“Lo siento querido amigo. La he escuchado un
millón de veces en múltiples lugares, pero nunca he preguntado cuál es su
título”-. –“Que pena”-.
El anciano rellenó de nuevo su
vaso con la botella de ginebra que se estaba calentando junto a la ventana.
Volvió a tomar un trago, y tras este otro, y otro. Como si la sed no se le
quitara si no era con ese número mágico. Al autoestopista le vino una cita de
Edgar Allan Poe a la memoria que se animó a pronunciar en el eco de su mente:
“Bebía como un salvaje, con miedo a perder un minuto, como si tuviese que matar
algo que había en su interior”.
El viejo columpió su cabeza hacia
atrás, apoyándose en el respaldo del asiento. Cerró los ojos, respiró
profundamente. El pasajero le preguntó si sabía dónde estaba el baño. –“Vaya
hasta el fondo de la barra, encontrará dos puertas, la de la izquierda”-. El
hombre se levantó, cogió su mochila y caminó hasta llegar a la puerta. Ya
dentro del baño, dejó su mochila al lado del lavamanos, apoyó sus dos brazos a
los lados del grifo y bajó la cabeza, absorto en sus pensamientos. Giró la
rueda del grifo, se empapó la cara de agua fría y se miró al espejo mientras se
la secaba con el papel higiénico que estaba puesto encima de un secador de
manos.
Pasaron unos largos y tranquilos
minutos. El anciano ya se había tomado unos cuantos vasos más de su néctar
desértico. Estaba haciendo un pájaro de papel cuando, en la esquina vio a el
autoestopista, pero ya no llevaba aquellas zapatillas raídas por el andar, ni
ese pantalón con descosidos. Ahora vestía un traje color azul oscuro, una
camisa blanca junto una corbata con pequeños puntitos rojos, verdes, rosas y
blancos. En su hombro, como siempre, su fiel mochila que, como él decía: “Todo
lo que necesito cabe dentro de ella”. El anciano le miró, y al estar ya éste al
lado de la mesa en la que se encontraba le dijo. –“No sabía que en estos baños
hubiera una Boutique”-. Ambos volvieron a reír y el anciano se levantó
dirigiéndose a la salida. El hombre, sosteniendo aún la sonrisa miró la mesa.
Justo en un pequeño platito con color plata vio un pájaro de origami hecho con
la cuenta del pedido que ambos habían disfrutado. Éste siguió al taxista, se
metieron en el coche y pusieron, de nuevo, rumbo al lugar señalado en el mapa.
Ilustración: Edward Hopper, Nighthawks
Deseando que llegue la 2ª parte para que me desveles qué va a pasar. Diferentes trajes en diferentes momentos vitales. Cambios y puntos de inflexión en la vida y sus decisiones. Bravo Adri.
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