viernes, 30 de agosto de 2019

El autoestopista y el taxista (Primera parte)


En una carretera, donde a todos lados donde miraras, se extendía un amplio y árido desierto. Al borde de la carretera, pisando la línea blanca que separaba aquel paraje de ésta, se encontraba un autoestopista. Llevaba días caminando por el asfaltado camino, tan solo y tan aburrido que su único pasatiempo era contar los pequeños guijarros sueltos que formaban la vía. –“4.565.732 guijarros, 4,565.733 guijarros”- repetía esa infinita secuencia de números en su cansada cabeza. También llevaba varios días sin dormir. Sus labios, agrietados por el sofocante calor y la deshidratación. A su espalda cargaba un macuto que abultaba un poco. Lo tenía colgado por el asa en el hombro y cada x tiempo se lo cambiaba de lado. En sus pies se escurrían unos zapatos de tela desgastados al igual que su pantalón
.
Ya, en un estado de inconsciente locura, el autoestopista realizó un movimiento espontáneo. Estiró su brazo hacia la carretera, cerró el puño y levantó el dedo pulgar haciendo la señal de que deseaba que alguien se apiadara de él y se ofreciera a llevarlo. - “¡Vaya pérdida de energía y de tiempo!”- pensó, - “¡En ningún momento he visto en esta carretera ningún vehículo!”- Tras haber acabado de divagar consigo mismo, escuchó un motor acercándose. Escuchaba unas ruedas haciendo crujir los guijarros que seguramente ya había contado, y el murmullo que se iba ampliando de una canción en la radio.

Se giró vertiginosamente cansado, y vio cómo se acercaba un auto. Se dio cuenta que en la capota había un pequeño saliente, un cartel, ponía: “Taxi” o “Taxy”.

Acto seguido agitó sus brazos y volvió a levantar el pulgar. La gran nube de polvo y arena que desprendía tras de sí el auto fue desvaneciéndose hasta estacionarse al lado del autoestopista. –“¿Le llevo?”- preguntó el taxista, un hombre anciano con patillas canosas al igual que sus pocos pelos en la cocorota. Unos ojos marrón oscuro y una piel teñida por el sol. El autoestopista abrió la puerta y se sentó junto a la ventana de la misma puerta por la que había entrado. El anciano retocó la dirección del espejo retrovisor hacia el rostro de su pasajero. –“¿A dónde le llevo?”-. El autoestopista abrió la boca y sacó su lenga la cual hacía acariciar contra sus labios. Después, sumergió ambos en el interior de su boca e inquirió. - “¿Tiene un mapa?”-.

El anciano destapó un compartimento en el asiento vecino e indagó. Sacó un mapa doblado y se lo entregó. El pasajero lo descubrió, y tras varios segundos de concentrada meditación y ubicación, señaló con su dedo el lugar al que deseaba ir. El taxista sorprendido exclamó, - “¿Aquí?”, “¿Tan lejos?” -. –“Si, aquí, tan lejos”-. –“Pues en marcha”- dijo el conductor. Dejó de pisar el freno y aceleró, volviendo a crear la gran nube de humo, polvo y arena.

Varias horas después, seguían recorriendo aquel desierto que no parecía tener fin. No habían compartido más palabras después de las ya mencionadas. El calor y el silencio creaban una atmósfera cansada y resonante.

- “¿A qué se debe el ir a un lugar tan lejano?”- preguntó el taxista. –“¿Familia?, ¿compromiso?, ¿amor?, ¿El que?”-. Pasaron unos segundos hasta que el inquilino respondió. –“No sé. Solo quiero ir allí”-. - “Que extraño personaje, y más aún, que extraña respuesta”- dijo a sus adentros el propietario de vehículo. - “¿Qué querrá hacer allí”? - se preguntaba infinitud de veces. Pero recordaba que esa pregunta se la hacía cada vez que tenía un pasajero nuevo. Miró de nuevo por el espejo retrovisor, vio como el hombre miraba por la ventana. El movimiento del auto y los baches hacían que su cabeza tambaleara, y notó cómo en su rostro se veía la imagen de alguien que no se alimentaba bien o no había comido en días. –“Un poco más adelante hay una gasolinera, tengo que pasarme a rellenar el depósito. Justo al lado hay una cafetería que frecuento, comeremos algo, estoy hambriento. ¿Usted no?

El pasajero miró a los ojos del conductor por el único hilo de contacto visual que tenían, el espejo retrovisor. –“La verdad es que si, y bastante, a decir verdad. Me encantaría poder saborear un arroz a la cubana, como el que preparaba mi madre en casa cuando no había otra cosa que llevarse a la boca”-. - “¡Jodeee¡, ya me ha abierto el apetito”- dijo sonriendo el taxista, - “En media hora llegamos”-. Parece ser que el autoestopista había removido dentro de sí. Aquel recuerdo de su madre en la cocina hirviendo el arroz y friendo las salchichas dio paso a una conversación positivamente melancólica entre él y el taxista.

- “Recuerdo que cuando estaba en la universidad mis padres me enviaban todos los meses 400 euros para comprar comida y demás necesidades. Yo, ingenuo de mí, me los gastaba en la primera semana en irme de fiesta con mis compañeros y compañeras de clase. Eso sí, las tres semanas siguientes me compraba 7 bolsas de arroz y 28 packs de salchichas para subsistir en lo que quedaba de mes”- pausó para reírse, el taxista también respondió exhalando carcajadas mientras golpeaba con la palma de la mano el volante. –“¡Que buena historia!”- exclamó éste. Las risas y las sonrisas poco a poco fueron mitigándose, hasta que, llegado el momento, se desvanecieron por completo, volviendo al silencio inicial que antes poblaba el auto. El vehículo recobró esa gran capa de incomodidad que asfixiaba a los dos personajes, haciendo que estos dieran grandes bocanadas de aire que expulsaban lenta y sonoramente.

Ya se veía en el blanco del horizonte una estructura, que era la gasolinera a la que se dirigían primeramente antes de su parada final. El anciano se reincorporó en el asiento, volteó la cabeza, mirando al pasajero, - “Ya hemos llegado”-.

 Al bajarse los dos del roñoso y sucio taxi se estiraron. Crujieron los huesos de manos, espalda, cuello, brazos y muñecas. –“Tengo que rellenar mi maquinita”- dijo el taxista, - “Si quiere, puede esperarme dentro de la cafetería. Vaya pidiendo, no se preocupe por mi”-. El autoestopista le levantó el pulgar en seña de estar de acuerdo. Sacó su mochila que había estado junto a él durante todo el viaje, y como si fuera un maletín, lo sostuvo con su mano. El sol le daba en la cara y cerró un poco los ojos dejándolos entreabiertos, y se detuvo a contemplar la gasolinera.

Ésta, ya tenía sus años, los colores de las columnas estaban deteriorados. El rojo ya apenas se distinguía y el verde…bueno, ya no era verde. El inmenso toldo de aluminio que aquellas edificaciones sostenían creaba una gran sombra que servía de refugio del sol a todo aquel que necesitara algo de piedad por parte del clima. El hombre dirigió la mirada hacia el taxista, viéndole hablar con otro anciano mucho más delgado que él. Éste llevaba un mono vaquero con descosidos, parches y lleno de nubecillas de tierra y manchas de gasolina. Apoyados estaban estos dos en los expendedores de gasolina que, también el tiempo había hecho mella en aquellas máquinas de largos tubos y sonidos achatarrados.

Cansado de contemplar aquella escena, aquel individuo se llevó la mano a la frente con intención de quitarse el sudor, acto seguido se acercó a una pequeña escalera que daba a la cafetería. Al abrir la puerta, un chorro de aire fresco producido por el aire acondicionado le reconfortó. A continuación, se sentó en una de las mesas que daban a la ventana. Mientras esperaba a que le atendieran, miró durante largo rato su macuto que había situado junto a él. Abandonó sus pensamientos cuando una amable voz le preguntó, - “Oye cariño, ¿te tomo nota?”- dijo la camarera. Una señorita que rondaba los treinta y pocos de edad. Con el pelo color café con leche, recogido en un moño sujetado a su vez con un lápiz azul. Rasgos faciales originarios de esa tierra tan lejana y mística que es Asia, y un exceso de colorete en sus mejillas. –“Si, por favor, ¿me podría traer una gran jarra de agua con hielo?”- Recalcó lo de “grande” con las dos manos abiertas de par en par. –“Claro ricura”- respondió ésta apuntando el pedido en la libreta. A continuación, entró el taxista en el lugar. –“¡Hola Shien Su!”- le dijo a la camarera. –“¡Vejestorio, te he dicho que me llames por mi nombre artístico!”- le respondió ella sumida en su ensueño del ego. –“¿Por qué?, si tienes un nombre precioso, mi vida”- alegó el anciano. Evitando el tema, la camarera le preguntó si quería tomar “lo de siempre”. El taxista moviéndose hacia la mesa en la que se hallaba el autoestopista, que había estado observando toda aquella escena, le dijo que sí. Éste se sentó en frente de su pasajero y se recostó sobre el alargado asiento color rojo mate, cuya tela estaba pegajosa por el calor que golpeaba y entraba, sin hacer ruido, por la ventana. Cuando acabó de amoldar el cuerpo sobre el relleno, le preguntó al autoestopista. –“¿Todavía tienes ganas de comerte ese arroz a la cubana?”- a lo que respondió con una sonrisa mientras se llevaba la mano hacia el estómago. –“Si, mis tripas casi se están cerrando”-, - “Pues no se hable más” añadió”-, y los dos entraron de nuevo en el largo silencio al cual ya estaban acostumbrados ambos. –“No eres muy hablador, ¿Ehh?”- dijo el taxista. El hombre respondió. –“Limítese a hacer su trabajo. Yo no le pregunto por qué conduce un descuidado taxi por una carretera en la que no hay ningún alma”- Rio el anciano después de oír aquella respuesta tan seria. –“Lo sé, lo sé”- repitió alzando la mano, moviéndola hacia delante y hacia atrás con intención de calmarle. –“Pero es mi trabajo y me da lo justo para vivir cómodamente. No soy hombre de estudios, pero me conformo con lo que me he podido labrar. Tiene razón cuando dice que no recojo a muchos pasajeros, esto no es la gran ciudad, pero ¿Acaso el deber de un taxista no es solo llevar a su pasajero de un punto inicial a su destino, sino también hacer que éste se sienta cómodo en el trayecto?”- concluyó.

El autoestopista sintió vergüenza, no podía rebatir los argumentos de su contrincante, o no se le ocurría ninguno. Agachó la cabeza y respondió. –“Discúlpeme, he estado caminando solo por esta maldita carretera durante tanto tiempo que he olvidado cómo empatizar con la gente, y me atrevo a más, como la gente simpatiza conmigo”-. –“Bueno todo vol…”-. El anciano calló, la camarera se presentó con una escalofriante sonrisa y una gran jarra de agua con hielo. En la mano izquierda traía “lo de siempre” para el taxista. –“Aquí tenéis muchachos”- dijo –“¿Vas a pedir algo más cielo?”- El autoestopista tuvo que hacer esperar a la camarera durante unos segundos, ya que se había abalanzado sobre la jarra de agua, estaba sediento. Al acabar se pasó el lomo de la mano por la boca con intención de secarla y cortésmente le respondió a su pregunta. –“¿Me puede traer un plato de arroz a la cubana?”-. –“Marchando”- alegó la dama asiática. Mientras estos dos hablaban, el taxista ya había empezado a devorar su plato. El pasajero se quedó callado, mirándole, con una envidia y un hambre sobrehumanos. Era un plato simple: huevos revueltos con judías en salsa, - “No sé cómo se puede comer eso con el calor que hace”- pensó. Justo al lado del plato había un vaso de ginebra, el autoestopista rio. Cuando el anciano notó sus carcajadas se detuvo, y con la mezcla del huevo y las judías en la boca preguntó. –“¿Qué es lo que te hace tanta gracia?”- a lo que su compañero de viaje respondió calmando su risa. –“Me sorprende que con el calor que hace, su vaso no haya creado una llamarada que le quemara las cejas”- y siguió riendo. El taxista, masticó su comida dejando el tenedor sobre el plato. Aun teniendo la comida en la boca se llevó la servilleta a los labios y mientras se limpiaba, tragó. Cruzó los brazos y se apoyó con éstos en la mesa, inclinando la cabeza con signos de ofensa y molestia. El autoestopista al percatarse de su mirada amenazadora se llevó el puño ante su mandíbula e hizo un ruido con la garganta. Paró de reír y miró al anciano. Justo cuando el autoestopista fue a disculparse el taxista comenzó a reír y a reír como si no hubiera un mañana. Exclamaba: - “¡Usted vale para la comedia!”- Las risas del taxista eran contagiosas y no tardaron en hacer efecto en su pasajero, a la camarera, al cocinero, y cuando todos estos paraban para coger aliento, se escuchaba un leve siseo grupal. Seguramente las cucarachas que habitaban bajo la cafetería también fueron fumigadas con la gaseosa risa del anciano. Sin duda era un hombre optimista y risueño.

Cuando ya todo se calmó, el taxista se secó las lágrimas producidas por la risa y le preguntó al autoestopista. –“¿Acaso nunca se separa de ese macuto?”- El anciano había hecho mella en el corazoncito del hombre, hizo que se liberara de la soledad y le respondió. –“Verá. Hubo una época en la que llevaba maletines y grandes maletas a todos lados, pero cuando comencé este viaje averigüé que todo lo que necesitaba cabría dentro de ella”-. En el instante, éste le dio unas palmaditas a la bolsa con nostalgia y bonanza.

De repente, la camarera volvió con un caminar de pasarela, meneando las caderas con exageración y, cómo no, con esa sonrisa que, hasta para el pobre anciano, invocaba un deseo de salir corriendo de la cafetería, ponerse en medio de la carretera y mirar el sol fijamente hasta que sus corneas se quemaran.

- “Aquí tienes precioso, un arroz a la cubana. No hemos escatimado en la ración”- guiñó el ojo. El autoestopista empatizó con ella con ese simple gesto. Ya aquella sonrisa no le producía escalofríos, bueno…puede que un poco. Pero ya no la volvería a mirar de la misma manera.

Pasaron unos 20 minutos después de aquella reflexión. El autoestopista, hambriento, disfrutó lentamente del plato que le había traído la camarera. Cada cuán tiempo, se bebía un vaso entero de agua y lo rellenaba nada más acabársele. El anciano, recostado en la esquina de su asiento, apoyó la cabeza en el cálido cristal de la ventana. Mientras miraba con una leve, levísima y oculta sonrisa a su compañero. Éste no se dio cuenta en ningún momento de que le estaban observando. Tal era la calma que disfrutaba el anciano que de pronto, sin darse cuenta, cerró los ojos y se quedó dormido. El hombre no se percató de la cabezada del taxista hasta que aquel empezó a roncar, gruñendo con sus fosas nasales. Ya se había acabado el plato. Se quedó buen rato mirando al anciano. De pronto, el anciano dio tal ronquido que se despertó así mismo. El hombre le seguía mirando empáticamente. De fondo sonaba en la radio una vieja canción de jazz. –“Qué curioso”- dijo el anciano mientras metía los dedos en el vaso de agua y se quitaba las legañas de sus ojos. – “¿El qué?”- preguntó el autoestopista. El anciano se reincorporó, - “Verá”- cogió el vaso de ginebra y le dio un trago. –“Antes de recogerle en la carretera estaba escuchando la misma canción en mi auto”-. – “Que coincidencia. Me gusta, ¿Sabe cómo se llama?”-. –“Lo siento querido amigo. La he escuchado un millón de veces en múltiples lugares, pero nunca he preguntado cuál es su título”-. –“Que pena”-.

El anciano rellenó de nuevo su vaso con la botella de ginebra que se estaba calentando junto a la ventana. Volvió a tomar un trago, y tras este otro, y otro. Como si la sed no se le quitara si no era con ese número mágico. Al autoestopista le vino una cita de Edgar Allan Poe a la memoria que se animó a pronunciar en el eco de su mente: “Bebía como un salvaje, con miedo a perder un minuto, como si tuviese que matar algo que había en su interior”.

El viejo columpió su cabeza hacia atrás, apoyándose en el respaldo del asiento. Cerró los ojos, respiró profundamente. El pasajero le preguntó si sabía dónde estaba el baño. –“Vaya hasta el fondo de la barra, encontrará dos puertas, la de la izquierda”-. El hombre se levantó, cogió su mochila y caminó hasta llegar a la puerta. Ya dentro del baño, dejó su mochila al lado del lavamanos, apoyó sus dos brazos a los lados del grifo y bajó la cabeza, absorto en sus pensamientos. Giró la rueda del grifo, se empapó la cara de agua fría y se miró al espejo mientras se la secaba con el papel higiénico que estaba puesto encima de un secador de manos.

Pasaron unos largos y tranquilos minutos. El anciano ya se había tomado unos cuantos vasos más de su néctar desértico. Estaba haciendo un pájaro de papel cuando, en la esquina vio a el autoestopista, pero ya no llevaba aquellas zapatillas raídas por el andar, ni ese pantalón con descosidos. Ahora vestía un traje color azul oscuro, una camisa blanca junto una corbata con pequeños puntitos rojos, verdes, rosas y blancos. En su hombro, como siempre, su fiel mochila que, como él decía: “Todo lo que necesito cabe dentro de ella”. El anciano le miró, y al estar ya éste al lado de la mesa en la que se encontraba le dijo. –“No sabía que en estos baños hubiera una Boutique”-. Ambos volvieron a reír y el anciano se levantó dirigiéndose a la salida. El hombre, sosteniendo aún la sonrisa miró la mesa. Justo en un pequeño platito con color plata vio un pájaro de origami hecho con la cuenta del pedido que ambos habían disfrutado. Éste siguió al taxista, se metieron en el coche y pusieron, de nuevo, rumbo al lugar señalado en el mapa.




Ilustración: Edward Hopper, Nighthawks

1 comentario:

  1. Deseando que llegue la 2ª parte para que me desveles qué va a pasar. Diferentes trajes en diferentes momentos vitales. Cambios y puntos de inflexión en la vida y sus decisiones. Bravo Adri.

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