Érase un lugar mágico. El único y
último lugar mágico que existió en esta tierra. Con la llegada de las máquinas,
el hombre perdió amistad con el mundo natural. Los bosques fueron quemados para
generar más máquinas para confortar a los seres que tenían el dinero suficiente
para poder comprarlas. Los que no lo hacían o no podían permitírselas, se les
tachaba de arcaicos, prehistóricos, vetustos. Las praderas fueron sepultadas
por el cemento y un negro y denso asfalto, haciendo que los humanos prefirieran
los colores negros y grises, en vez del verde o el marrón. En algunos lugares,
dentro de las ciudades, se erigieron monumentos a aquellos tiempos pasados,
aquellos tiempos donde el hombre caminaba descalzo, sintiendo las gotas de la
lluvia en la hierba salvaje, donde trepaban a los árboles y emitían aullidos intentando
emular a los lobos, siseando como las serpientes, graznando como los mirlos y
los ruiseñores.
Pero, yo conocía un lugar
abandonado, aquel último y único bastión de la antigüedad humana. Yo solo adivinaba
su ruta de acceso, y yo solo sabía sortear los pasadizos del laberinto de
abedules y matorrales que me llevaban a él. Tras acabar el camino, se alzaba
ante mí un monolito de piedra, sacada de la roca madre del interior de una montaña.
Los años pasaron, y la vida en aquel lugar floreció. Las hileras que trepaban
desde la tierra cubrieron casi por completo la piedra gris de la entrada, y ese
fue su hogar, con flores de todo el mundo se adornó la puerta de aquel lugar
sin nombre. Un lugar donde los árboles crecían anchos y fuertes eran sus ramas.
Estas sostenían hojas verdes todo el año, con delicadeza las sujetaban, como
una dama deja caer un pañuelo de lino, acariciándolo con los bordes de las uñas
y las yemas de los dedos anular y pollice. No apretándolos, mimándolos.
Deleitándose con su textura, con su aroma, con su gesto, que solo una rama
sosteniendo una hoja y una mano un pañuelo podían investir. El suelo
completamente vestido de hojas oscuras del otoño. Había un sabio en aquel
lugar, que dormía recostado en el tronco de un Olmo. Sin calzado y sin miedo
meditaba con las manos tras de su cabeza, las piernas cruzadas y la sombra del
árbol le serenaba. Al acercarme, abrió un ojo, me observó, en silencio, de
arriba abajo. Despegó sus labios y me dijo: “Si miras al cielo verás que todas
las hojas que se nutren del sol son verdes, si miras a la tierra todas son
marrones. Porque, la leyenda dice que en los árboles de este bosque vive el
espíritu de la primavera, mientras que en el suelo duerme el otoño.” Al acabar
su comentario, volvió a cerrar los ojos, se acomodó y no volvió a pronunciar
palabra.
Él no era el único habitante de
esta tierra tan alejada y secreta. Mientras me adentraba más por sus praderas y
caminaba al borde de los arroyos fui admirando a los nativos del bosque, yo me
escondía tras un tronco o alguna piedra para no interrumpir sus actividades.
Las actividades de aquellos seres arcaicos, prehistóricos, vetustos. Observé a
Esquilo jugueteando con una tortuga, a Crisipo riendo en una piedra mientras una
golondrina se posaba en su dedo. Dante recostado en un fardo de hojas junto a
Beatriz, mirando los rayos del sol que, como faros, avanzaba su luz atravesando
los pámpanos. Diógenes y Epicuro jugando con el agua del río y más arriba, se
encontraban en la costa de un lago Utnapishtim, El Lejano, junto a Safo y
Píndaro. Éste último remojaba y retozaba sus pies en el agua, mientras los
restantes hablaban de cuán lejanas podrían estar las estrellas, que, en aquel
lugar, aunque el sol siempre estuviera en lo más alto, los luceros adornaban el
claro cielo con su firmamento, como aureola de olivo con sus frutos entre los
cabellos de un joven.
Cuando me disponía a partir,
divisé entre un valle de juncos que rodeaban una parte del lago, movidos por el
viento, unos cabellos claros que se movían al son de la frescura. Me acerqué, y
al abrirme paso entre aquellas flautas de Pan, distinguí a un hombre anciano,
de melena larga canosa y barba poblada del mismo color. Le reconocí. Me senté junto a
él. Contemplaba el sol y las aves reflejadas en las aguas. En sus rodillas apoyaba
el codo y dejaba relajados todos los músculos de su brazo. Sin apartar la
mirada, habló: “Más allá, donde los árboles en la lejanía se juntan y no dejan
ver el horizonte, viven otros seres en igual armonía que los aquí presentes.
Pero su naturaleza es rica y de maravilla. Ellos juegan con los faunos y con
las dríades, cabalgan junto a los elfos guiados en la tarde por la luz de las
hadas y en las noches, mientras duermen, sus sueños bañan el cielo con colores
y formas.” Otra brisa rozó con cariño nuestros rostros, respiró su aire y yo le
imité. Continuó en silencio, contemplando lo que ya contemplaba. Serenamente
volvió a recitar unas palabras: “Creo que una hoja de hierba, no es menos que
el día de trabajo de las estrellas, y que una hormiga es perfecta, y un grano
de arena, y el huevo del régulo, son igualmente perfectos, y que la rana es una
obra maestra, digna de los señalados, y que la zarzamora podría adornar, los
salones del paraíso, y que la articulación más pequeña de mi mano, avergüenza a
las máquinas”*.
- Ilustración: Maximilian Lenz, "A World"
(*) Walt Whitman. Hojas de Hierba
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