viernes, 16 de agosto de 2019

Arrojar al suelo la copa vacía


Prólogo

No puedo evitarte toda la vida amada mía, aunque huya recorriendo los caminos y las calles estrechas. No podré, en algún momento me alcanzarás. Hay veces que sé que me deseas. He sentido mientras duermo una mano de bruma que me acaricia la frente, otras un aliento que va menguando en mi nuca mientras paseo, y de cuando en cuando, solo en el sofá leyendo o meditando, he volteado la mirada a un espacio vacío, pero sabiendo que estabas ahí, inclinada, apoyando tu hombro en el respaldo del asiento y tu mano reposando en la sien, masajeando con tus dedos tus rizados cabellos grises. Observabas como leía, escuchando mi lectura repetida en mi cabeza, igual que con mis pensamientos. He llegado a la conclusión de que a veces, a mis preguntas, tú susurras desde el otro lado del sofá una respuesta que soluciona mis problemas y me calma el alma.

Epílogo

Mi viaje estaba terminando. Mis vacaciones, como las de todo hombre o mujer e hijo de vecino, estaban llegando a su fin.

El hotel donde me alojaba tenía por costumbre mandar a un botones para que recogiera las maletas de cualquier inquilino horas antes de su marcha. Mi caso no fue una excepción. Llamó a la puerta con tres sutiles golpecillos con los nudillos. Al abrir, me pidió amablemente mis maletas, y las llevó desde el último piso hasta el vestíbulo.

Cierro la puerta de mi habitación y procuro que todo esté en su sitio, tal y como cuando llegué. Todo recogido y limpio. El minibar, cómo no, está vacío. Las botellas de vidrio y las latas en la papelera. He tirado de la cisterna y he cerrado las cortinas.

Recorro el pasillo y llego al ascensor. Un mozo vestido de negro me pregunta a qué piso deseo ir. Al cero -le respondo-. Activa una manivela y el ascensor desciende. Su cómico gorrito de mozo de ascensor, intencionadamente ladeado, producía un olor cálido que se introducía por mi nariz y se pegaba al paladar. Podía degustarlo, se sentía como se degusta con el olfato el aroma a pan recién sacado del horno de leña. Ese olor campestre y rústico, surgido de las profundidades de la eternidad.

Llego a la recepción. El botones que recogió mis maletas está parado al lado del umbral de salida con mis bultos, uno a cada lado.

Una joven me atiende, pago el hospedaje. Ella siempre con una sonrisa que elevaba singularmente la punta de su nariz y empequeñecía sus agujeros y sus asas. Aunque a veces no me mirara, tecleando en el ordenador quién sabe qué. Pero me daba igual. Finalmente, me ofreció hacer una sencilla valoración de mi estancia en el hotel. Tengo algo de tiempo, acepto con una sonrisa.

Abrió el archivador y rebuscó el formulario correspondiente. Al encontrarlo me lo ofreció con las dos manos. Lo dejo encima del mostrador, le pido un bolígrafo a la joven sonriente. Ya sujetándolo, leí lentamente el papel. Éste formulaba una simple pregunta. “¿Qué le ha parecido su estancia?”. Bajo esta línea se encontraban dos respuestas predeterminadas, al lado de cada una un recuadro a señalar. En la primera se leía: “Satisfactoria”. Mientras que en la continua ponía: “Nefasta”. No dudé en seleccionar mi respuesta, pero por motivos personales no revelaré mi elección. Esa decisión, ese último secreto me lo guardo para mí.

Le entregué el papel a la joven, ambos nos despedimos con un desnudo “Adiós”. Me dirigí entonces a recoger mis maletas. El botones seguía en su misma posición, ladeando la cabeza en señal de saludo cuando algún huésped entraba en el recinto. Este, al percatarse de que me acercaba a él dobló las rodillas, agachándose, cogiendo mi equipaje y sosteniéndolo forzosamente por los agarraderos. Me lo entregó, “Gracias”-le dije-, “Ha sido un placer señor”- me respondió, junto con una sonrisa sin enseñar los dientes-. Le dejé caer sobre la mano algunas monedas que me sobraban, él, ladeó, como de costumbre su cabeza manteniendo la compostura. “Espere”- me dijo- “tienda su mano por favor”-me rogó-. Me extrañó esa oferta, sin embargo, accedí y cumplí con lo que me pedía. Depositó una a una, dos monedas de valor sin importancia, arrastró su mano bajo la mía y volteó mis dedos ocultando el frío metal de la luz. “Éstas son para usted, las necesitará”- añadió, esta vez sonriendo con una mirada triste acompañada de cierta simpatía-.

Ya en la calle, avanzo hasta el escalón que separa la acera de la carretera. Los coches rugían por el tubo de escape como era natural a aquella hora, donde el tráfico colapsa las calles y las pitas suenan desesperadas por avanzar. Aunque no sirviera de nada.
En ocasiones, se dejaba oír el aire que arrastraba hojas y periódicos, refrescando la nuca o el rostro. Aunque no sirviera de nada, nadie se percataba.

Dejé una de las maletas en el suelo, estiré el brazo y removí la muñeca, miré el reloj, ya es hora de irse –me dije-. Resguardé mi mano del frío y alcé la vista en busca de algún taxi. Pasó largo rato hasta que divisé uno que apareció por la esquina de la calle. Saqué mi mano del bolsillo y le hice una seña, moviendo los dedos. El taxi estaba ocupado. Sin embargo, volvió a surgir otro en la misma esquina minutos después. Volví a repetir el gesto. El vehículo, que iba por el medio de la carretera se situó, aun avanzando, al lado de la acera donde me encontraba. Pero pasó de largo. “Tal vez no me haya visto” -pensé sin disgustarme-. Pero qué curioso ha sido el resultado de estos acontecimientos: primero, llamo la atención del conductor, o al menos eso creía yo. Segundo, observo como mi señal parece surgir efecto en él. Tercero, el taxista pasa de largo delante de mí, sintiendo la vibración del motor y la velocidad de las ruedas en mis pies.

Justo entonces, otro taxi para en la acera. Me acerco, y cuando me dispongo a abrir la puerta trasera un anciano, que también salía del hotel, posa su mano sobre la mía. Yo, apretando mis dedos sobre el pomo le miré estupefacto. “Disculpe, este taxi lo he visto antes que usted, y si nos guiamos por el orden de llegada, ya ve, he sido el primero. Excúseme.”- le dije-. Me giré dándole la espalda, pero el hombre insistió. “La verdad es que este es mi taxi, lo he pedido hace un momento en la recepción, pregúntele al chófer, Leopoldo Kandinsky es mi nombre.” -continuó él muy calmado y sereno. Llevaba razón- “Ruego me disculpe señor Kandinsky. ¿En la recepción acaba de decir?” -añadí- “En efecto, esa muchacha tan alegre me lo mandó a pedir. No veo inconveniente en que con usted hará lo mismo Sr…” “Mamel Ortega” -le respondí-. “Bien señor Ortega, espero que el taxi que lleva tanto tiempo esperando ahora no se lo niegue nadie, buenos días”. -Se quitó el sombrero en señal de amistad, haciendo una especie de reverencia-

El trámite para pedir el taxi fue rápido, y cuando me di cuenta, ya estaba de nuevo en la calle. Poco faltó para que pasaran diez minutos y un taxi volvió a aparecer por la misma esquina que los dos anteriores. Pero este no era como los primeros, era de un color azabache, sus paredes, los cristales de las ventanillas, los neumáticos, las llantas, todo. Parecía anticuado, lo único que temía es que el motor se averiara en mitad de la ruta. Mientras se iba acercando, pensé en mi viaje. Como había disfrutado y como había entristecido. Pensé en amigos y en familiares. En mis actos de locura cuando era joven y en los meditados ahora que soy anciano.

El taxi aparcó frente de mí. Abrí la puerta, me senté y en el asiento a mi izquierda hice una torre con las maletas. Al dirigir la mirada al conductor, lo vi, tan claro como sus cabellos, era ella. Estaba mirándome con los mofletes achinando sus ojos. “Ya te lo dije, que en algún momento me atraparías. Yo pensaba que saldría corriendo nada más verte, pero ahora que me has alcanzado solo dejaré que me lleves, meciéndome en tu taxi.” Ella me sonrió, me mandó volando un beso y nos pusimos en camino. Ahora tengo la certeza de que este taxi, no se va a averiar.




2 comentarios:

  1. Me encanta esa manera de camuflar los mensajes y la combinación de palabras.Al din y al cabo, la muerte te encuentra aunque no pidas un taxi.....Genial

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