Prólogo
No puedo evitarte toda la vida
amada mía, aunque huya recorriendo los caminos y las calles estrechas. No
podré, en algún momento me alcanzarás. Hay veces que sé que me deseas. He
sentido mientras duermo una mano de bruma que me acaricia la frente, otras un
aliento que va menguando en mi nuca mientras paseo, y de cuando en cuando, solo
en el sofá leyendo o meditando, he volteado la mirada a un espacio vacío, pero
sabiendo que estabas ahí, inclinada, apoyando tu hombro en el respaldo del
asiento y tu mano reposando en la sien, masajeando con tus dedos tus rizados
cabellos grises. Observabas como leía, escuchando mi lectura repetida en mi
cabeza, igual que con mis pensamientos. He llegado a la conclusión de que a
veces, a mis preguntas, tú susurras desde el otro lado del sofá una respuesta
que soluciona mis problemas y me calma el alma.
Epílogo
Mi viaje estaba terminando. Mis
vacaciones, como las de todo hombre o mujer e hijo de vecino, estaban llegando
a su fin.
El hotel donde me alojaba tenía por
costumbre mandar a un botones para que recogiera las maletas de cualquier
inquilino horas antes de su marcha. Mi caso no fue una excepción. Llamó a la
puerta con tres sutiles golpecillos con los nudillos. Al abrir, me pidió
amablemente mis maletas, y las llevó desde el último piso hasta el vestíbulo.
Cierro la puerta de mi habitación
y procuro que todo esté en su sitio, tal y como cuando llegué. Todo recogido y
limpio. El minibar, cómo no, está vacío. Las botellas de vidrio y las latas en
la papelera. He tirado de la cisterna y he cerrado las cortinas.
Recorro el pasillo y llego al
ascensor. Un mozo vestido de negro me pregunta a qué piso deseo ir. Al cero -le
respondo-. Activa una manivela y el ascensor desciende. Su cómico gorrito de
mozo de ascensor, intencionadamente ladeado, producía un olor cálido que se
introducía por mi nariz y se pegaba al paladar. Podía degustarlo, se sentía
como se degusta con el olfato el aroma a pan recién sacado del horno de leña.
Ese olor campestre y rústico, surgido de las profundidades de la eternidad.
Llego a la recepción. El botones
que recogió mis maletas está parado al lado del umbral de salida con mis
bultos, uno a cada lado.
Una joven me atiende, pago el
hospedaje. Ella siempre con una sonrisa que elevaba singularmente la punta de
su nariz y empequeñecía sus agujeros y sus asas. Aunque a veces no me mirara,
tecleando en el ordenador quién sabe qué. Pero me daba igual. Finalmente, me
ofreció hacer una sencilla valoración de mi estancia en el hotel. Tengo algo de
tiempo, acepto con una sonrisa.
Abrió el archivador y rebuscó el
formulario correspondiente. Al encontrarlo me lo ofreció con las dos manos. Lo
dejo encima del mostrador, le pido un bolígrafo a la joven sonriente. Ya
sujetándolo, leí lentamente el papel. Éste formulaba una simple pregunta. “¿Qué
le ha parecido su estancia?”. Bajo esta línea se encontraban dos respuestas
predeterminadas, al lado de cada una un recuadro a señalar. En la primera se
leía: “Satisfactoria”. Mientras que en la continua ponía: “Nefasta”. No dudé en
seleccionar mi respuesta, pero por motivos personales no revelaré mi elección.
Esa decisión, ese último secreto me lo guardo para mí.
Le entregué el papel a la joven,
ambos nos despedimos con un desnudo “Adiós”. Me dirigí entonces a recoger mis
maletas. El botones seguía en su misma posición, ladeando la cabeza en señal de
saludo cuando algún huésped entraba en el recinto. Este, al percatarse de que
me acercaba a él dobló las rodillas, agachándose, cogiendo mi equipaje y
sosteniéndolo forzosamente por los agarraderos. Me lo entregó, “Gracias”-le
dije-, “Ha sido un placer señor”- me respondió, junto con una sonrisa sin
enseñar los dientes-. Le dejé caer sobre la mano algunas monedas que me
sobraban, él, ladeó, como de costumbre su cabeza manteniendo la compostura.
“Espere”- me dijo- “tienda su mano por favor”-me rogó-. Me extrañó esa oferta,
sin embargo, accedí y cumplí con lo que me pedía. Depositó una a una, dos
monedas de valor sin importancia, arrastró su mano bajo la mía y volteó mis
dedos ocultando el frío metal de la luz. “Éstas son para usted, las
necesitará”- añadió, esta vez sonriendo con una mirada triste acompañada de
cierta simpatía-.
Ya en la calle, avanzo hasta el
escalón que separa la acera de la carretera. Los coches rugían por el tubo de
escape como era natural a aquella hora, donde el tráfico colapsa las calles y
las pitas suenan desesperadas por avanzar. Aunque no sirviera de nada.
En ocasiones, se dejaba oír el
aire que arrastraba hojas y periódicos, refrescando la nuca o el rostro. Aunque
no sirviera de nada, nadie se percataba.
Dejé una de las maletas en el
suelo, estiré el brazo y removí la muñeca, miré el reloj, ya es hora de irse
–me dije-. Resguardé mi mano del frío y alcé la vista en busca de algún taxi.
Pasó largo rato hasta que divisé uno que apareció por la esquina de la calle.
Saqué mi mano del bolsillo y le hice una seña, moviendo los dedos. El taxi
estaba ocupado. Sin embargo, volvió a surgir otro en la misma esquina minutos
después. Volví a repetir el gesto. El vehículo, que iba por el medio de la
carretera se situó, aun avanzando, al lado de la acera donde me encontraba. Pero
pasó de largo. “Tal vez no me haya visto” -pensé sin disgustarme-. Pero qué
curioso ha sido el resultado de estos acontecimientos: primero, llamo la
atención del conductor, o al menos eso creía yo. Segundo, observo como mi señal
parece surgir efecto en él. Tercero, el taxista pasa de largo delante de mí,
sintiendo la vibración del motor y la velocidad de las ruedas en mis pies.
Justo entonces, otro taxi para en
la acera. Me acerco, y cuando me dispongo a abrir la puerta trasera un anciano,
que también salía del hotel, posa su mano sobre la mía. Yo, apretando mis dedos
sobre el pomo le miré estupefacto. “Disculpe, este taxi lo he visto antes que
usted, y si nos guiamos por el orden de llegada, ya ve, he sido el primero. Excúseme.”-
le dije-. Me giré dándole la espalda, pero el hombre insistió. “La verdad es
que este es mi taxi, lo he pedido hace un momento en la recepción, pregúntele
al chófer, Leopoldo Kandinsky es mi nombre.” -continuó él muy calmado y sereno.
Llevaba razón- “Ruego me disculpe señor Kandinsky. ¿En la recepción acaba de
decir?” -añadí- “En efecto, esa muchacha tan alegre me lo mandó a pedir. No veo
inconveniente en que con usted hará lo mismo Sr…” “Mamel Ortega” -le respondí-.
“Bien señor Ortega, espero que el taxi que lleva tanto tiempo esperando ahora
no se lo niegue nadie, buenos días”. -Se quitó el sombrero en señal de amistad,
haciendo una especie de reverencia-
El trámite para pedir el taxi fue
rápido, y cuando me di cuenta, ya estaba de nuevo en la calle. Poco faltó para
que pasaran diez minutos y un taxi volvió a aparecer por la misma esquina que
los dos anteriores. Pero este no era como los primeros, era de un color azabache,
sus paredes, los cristales de las ventanillas, los neumáticos, las llantas,
todo. Parecía anticuado, lo único que temía es que el motor se averiara en
mitad de la ruta. Mientras se iba acercando, pensé en mi viaje. Como había
disfrutado y como había entristecido. Pensé en amigos y en familiares. En mis
actos de locura cuando era joven y en los meditados ahora que soy anciano.
El taxi aparcó frente de mí. Abrí
la puerta, me senté y en el asiento a mi izquierda hice una torre con las
maletas. Al dirigir la mirada al conductor, lo vi, tan claro como sus cabellos,
era ella. Estaba mirándome con los mofletes achinando sus ojos. “Ya te lo dije,
que en algún momento me atraparías. Yo pensaba que saldría corriendo nada más
verte, pero ahora que me has alcanzado solo dejaré que me lleves, meciéndome en
tu taxi.” Ella me sonrió, me mandó volando un beso y nos pusimos en camino.
Ahora tengo la certeza de que este taxi, no se va a averiar.
Me encanta esa manera de camuflar los mensajes y la combinación de palabras.Al din y al cabo, la muerte te encuentra aunque no pidas un taxi.....Genial
ResponderEliminarMuchas gracias.
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